martes, 23 de septiembre de 2014

¿Por qué me vine de Bogotá?

‘¿Y por qué te viniste de Bogotá?’

Puedo decir que esta pregunta la he escuchado unas diez veces al día desde que llegue de allá y  para salir rápidamente del paso respondo muy sensatamente: ‘Me mamé’. Sin embargo, toda la experiencia merece un artículo y ustedes una mejor respuesta.

Sin duda alguna hay experiencias que a pesar de ser toda una pesadilla son necesarias para la vida; eso fue para mí Bogotá.

Hace 22 años nací en una pequeña ciudad a la cual alguien por alguna razón que desconozco, decidió llamar Armenia. Un pueblito grande, con pocas avenidas, un clima cálido y donde si son varios, sale más barato montar en taxi que en bus. He pasado prácticamente toda mi vida caminando por las mismas calles, viendo las mismas casas, contemplando los mismos parques e interactuando con las mismas personas; de hecho, me cruzo muy seguido con mis compañeritos de kínder, cosa que acá es normal.

Por lo menos una vez cada 6 meses entraba en crisis, ‘que por que Armenia es chiquita, que aquí todos se conocen con todos, que nunca hay nada interesante que hacer, nada nuevo por conocer’, etc. y  como a la vida le gusta enseñar a los golpes, decidió un día que debía irme de acá. Después de llorar casi un mes, animada por los consejos de muchos y decidida a huirle a ciertos sentimientos, empaqué mi maleta y como quien no quiere la cosa me fui para Bogotá.

Lo que dura el vuelo de Armenia a Bogotá alcance a imaginarme toda una maravillosa vida allá. Pero resulta que cuando el avión aterriza uno debe aterrizar con él.

Bogotá, una selva de cemento, inmensa, fría y gris. Una ciudad mágica que arrastra a unos cuantos a sus seductores y maravillosos encantos y a otros, a su lado más oscuro y sin gracia. Para mi infortunio  fui parte del segundo grupo, fueron dos meses madrugando más que de costumbre, soportando fríos insoportables y combatiendo con más de una gripa; dos meses tratando de sobrevivir al transmilenio que, en mi concepto, es una puerta al infierno: gente empujando y arrastrando a otros sin piedad, personas insultando, otras quejándose, no faltaba el de la chucha, el morboso, el que no perdía oportunidad para rayar a la primera que se le hiciera al frente, el que codeaba,  el que se dormía parado, la señora con el coche, el que se desmayaba, el que escuchaba música sin audífonos, el par de borrachos que apenas iban para la casa; en fin, donde siga con la lista no solo no acabo hoy sino, que termino llorando de nuevo.

Vivir en Bogotá es acostumbrarse no solo al frio de la ciudad sino también de las personas. Es acostumbrarse a ver pocas sonrisas y a caminar en la calle sin tener tiempo de contemplar el panorama. Es vivir corriendo y aun así, llegar tarde a casa después de un trayecto de una o dos horas. Bogotá es una ciudad caprichosa y selectiva que se reserva el derecho de admisión y así lo hizo conmigo. Ni yo la quise a ella ni ella a mí

Nunca imagine que uno de los momentos más felices de mi vida hasta el momento iba a ser el domingo antepasado cuando el capitán dijo “bienvenidos a la ciudad de Armenia”. Me baje del avión con una sonrisa que me dejo doliendo los cachetes, me brillaban los ojos como si estuviera enamorada aun sin estarlo, y creo que nunca había dicho tantas veces  la frase “estoy feliz” como lo he hecho en el transcurso de estos días, de verdad lo estoy.

Sé muy bien que muchas personas tanto en Bogotá como acá, piensan que cometí un grave error, que desperdicie una gran oportunidad y que de fuerte no tengo ni las uñas. Sin embargo, pienso que es la mejor decisión que he tomado en mi vida y la más sensata.

¿Cómo no va a ser lo correcto elegir mi hogar; cómo va a estar mal elegir una ciudad, MI cuidad, llena de encanto y calor humano. Una ciudad donde se puede dar el lujo de ir caminando a casa y aun así llegar temprano. Donde la gente saluda al conductor del bus cuando se sube y  le agradece cuando se baja, donde es normal caminar en la calle y sonreírse entre desconocidos; cómo acostumbrarse a estar lejos de tanta calidad humana, de personas amables, entradoras, dispuestas siempre a ayudar; cómo acostumbrarse a comprar en una panadería donde no saben que es “la ñapa”, a vivir en un lugar donde el señor de la mazamorra nunca pasa y donde un perico es un café y no huevitos revueltos con cebolla y tomate; cómo no preferir el chocolate luker en aguapanela en lugar del chocolate rolo; cómo vivir en un lugar donde no hay puesto de arepas en cada esquina y en donde no se come frijoles por lo menos una vez a la semana; cómo negarme un café en Salento o en Circasia;  Cómo negarme el lujo de vivir a veinte minutos de la palma de cera y el paraíso que le rodea; Cómo renunciar a ver arboles y guaduales por doquier y negarme la maravillosa vista del nevado  con la luz del sol sobre él; cómo preferir un atardecer en medio de un paisaje de cemento a un atardecer Quindiano en medio de montañas e incontables tonalidades de verdes mientras el cielo se pinta de naranja. Díganme como vivir lejos de este pequeño regalo del cielo? ¿Cómo?

Por todo esto me vine de Bogotá.



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